diumenge, 17 de novembre del 2013

Por qué necesitamos una eco-revolución, de Naomi Klein

Article publicat a Sin Permiso

Naomi Klein · · · · ·
 
17/11/13
 
En diciembre de 2012, un investigador de sistemas complejos con el pelo teñido de rosa, Brad Werner, se abrió camino entre una multitud de 24.000 geólogos y astrónomos en el Congreso de otoño de la Unión Geofísica Americana que se celebra cada año en San Francisco. Las conferencias de este año acogían participantes de renombre, desde Ed Stone, del proyecto Voyager de la NASA, que explicaba un nuevo hito en el camino hacia el espacio interestelar, hasta el director de cine James Cameron, que compartía con los asistentes sus aventuras en batiscafos de profundidad.
Sin embargo, fue la sesión del propio Werner la que levantó más controversia. Tenía por título “¿Está la tierra jodida?” (título completo: “¿Está la tierra jodida? Inutilidad dinámica de la gestión medioambiental y posibilidades de sostenibilidad a través del activismo de acción directa.”).
De pie en la sala de conferencias, el geofísico de la Universidad de California en San Diego, mostró a la gente el avanzado modelo informático que estaba usando para responder a dicha pregunta. Habló de los límites del sistema, de perturbaciones, disipaciones, puntos de atracción, bifurcaciones y de un puñado de muchas otras cosas que son tan difíciles de comprender para quienes somos legos en la teoría de los sistemas complejos. No obstante, el tema de fondo estaba más que claro: el capitalismo global ha hecho que la merma de los recursos sea tan rápida, fácil y libre de barreras que, en respuesta, “los sistemas tierra-humanos” se están volviendo peligrosamente inestables. Cuando un periodista le presionó para que diera una respuesta clara sobre la pregunta “¿estamos jodidos?”, Werner dejó a un lado su jerga para contestar: “más o menos”.  
Sin embargo, había una dinámica en el modelo que ofrecía alguna esperanza. Werner lo denominó “resistencia”: movimientos de “gente o grupos de gente” que “adoptan un cierto tipo de dinámicas que no encajan con la cultura capitalista”. Según el resumen de su comunicación, esto incluye “acción directa medioambiental y resistencia proveniente de más allá de la cultura dominante, como las protestas, bloqueos y sabotajes perpetrados por indígenas, trabajadores, anarquistas y otros grupos activistas.”.
Las reuniones científicas serias, normalmente, no implican llamadas a la resistencia política en masa, mucho menos acciones directas y sabotajes. No es que Werner estuviera exactamente convocando estas acciones. Simplemente tomaba nota de que los levantamientos en masa de la gente (en la línea del movimiento abolicionista, de los derechos civiles o del “Ocupa Wall Street”) representan la fuente más probable de “fricción” a la hora de ralentizar una máquina económica que está escapando a todo control. Sabemos que los movimientos sociales del pasado han tenido una “tremenda influencia en… cómo la cultura dominante ha evolucionado”, señaló. Así que es lógico que “si pensamos en el futuro de la tierra, y en el futuro de nuestro acoplamiento al medio ambiente, tenemos que incluir la resistencia como parte de la dinámica.”. Y eso –argumentó Werner-, no es una cuestión de opinión, sino un “verdadero problema de geofísica”.
Muchos científicos se han visto forzados a salir a la calle por los resultados de sus descubrimientos. Físicos, astrónomos, doctores en medicina y biólogos se han situado al frente de movimientos contra las armas nucleares, la energía nuclear, la guerra, la contaminación química y el creacionismo. Así, en noviembre de 2012, la revista Nature publicó un comentario del financiero y filántropo medioambiental Jeremy Grantham, urgiendo a los científicos a unirse a esta tradición y a “ser arrestados si fuera necesario”, porque el cambio climático “no es solo la crisis de vuestras vidas: es también la crisis de la existencia de nuestra especie.”.
No hace falta convencer a algunos científicos. El padrino de la moderna ciencia climática, James Hansen, es un activista formidable que ha sido arrestado alrededor de media docena de veces por su lucha por el cierre de las minas de carbón en las cimas de las montañas y contra los gaseoductos de gas de esquisto (incluso este año dejó su trabajo en la NASA, en parte para tener más tiempo libre para sus campañas). Hace dos años, cuando fui arrestada en las inmediaciones de la Casa Blanca en una acción masiva contra el gaseoducto de gas de esquisto Keystone XL, una de las 166 personas que había sido esposada ese día era un glaciólogo llamado Jason Box, un experto sobre el derretimiento de la capa de hielo de Groenlandia mundialmente reconocido.      
“No podía seguir respetándome a mí mismo si no iba,” dijo Box en aquel momento, añadiendo que “parece que, en este caso, no es suficiente con votar. También necesito ser un ciudadano”.
Es admirable. Pero lo que Werner está haciendo con su modelo es diferente. Él no está diciendo que su investigación le llevara a tomar parte activa contra una política en particular; lo que está diciendo es que su investigación muestra que todo nuestro paradigma económico es un desafío a la estabilidad ecológica. Y, claro está, desafiar este paradigma económico con un movimiento de masas reactivo resulta la mejor baza humana para evitar la catástrofe.
Eso es muy fuerte. Pero no está solo. Werner forma parte de un pequeño pero cada vez más influyente grupo de científicos cuyas investigaciones en el campo de la desestabilización de los sistemas naturales (de los sistemas climáticos, en particular) les está llevando a conclusiones transformativas, incluso revolucionarias, similares. Y para cualquier revolucionario en el armario que alguna vez haya soñado con derrocar el actual orden económico a favor de algún otro que como mínimo no lleve a los pensionistas italianos a colgarse en sus casas, este trabajo debería serle de un especial interés. En gran medida, porque hace que cruzar el abismo entre este cruel sistema y otro nuevo (tal vez, con mucho trabajo, un sistema mejor) no sea ya una mera cuestión de preferencia ideológica, sino más bien de una exigencia para la existencia de nuestra especie en este mundo.  
Al frente de este grupo de nuevos científicos revolucionarios se encuentra uno de los máximos expertos en cuestiones climáticas en Gran Bretaña, Kevin Anderson, director adjunto del Centro Tyndall para la Investigación del Cambio Climático, que en muy poco tiempo se ha situado como una de los centros de investigación sobre el clima más importantes en el Reino Unido. Dirigiéndose a todos, desde el Departamento para el Desarrollo Internacional hasta el Ayuntamiento de Manchester, Anderson se ha pasado más de una década popularizando pacientemente los resultados de la ciencia climática más moderna a políticos, economistas y activistas.  En un lenguaje claro y comprensible, ha ofrecido una rigurosa hoja de ruta para la reducción de la emisión de gases contaminantes que persigue frenar el aumento de la temperatura global a menos de 2 grados centígrados, objetivo que la mayoría de los gobiernos consideran imprescindible para evitar la catástrofe.    
Sin embargo, en los últimos años, los documentos y las diapositivas de Anderson se han ido haciendo más alarmantes. Con títulos como “El cambio climático: más allá de lo peligroso… Cifras brutales y esperanzas endebles”, señala que las probabilidades de quedarse en algo parecido a unos niveles de temperatura seguros están disminuyendo rápidamente.
Junto con su colega, Alice Bows, experta en control climático en el Centro Tyndall, Anderson señala que hemos perdido tanto tiempo con políticas ambiguas y con tímidos programas climáticos (mientras las emisiones globales crecían sin control), que ahora tenemos que enfrentarnos a recortes tan drásticos que incluso llegan a desafiar la lógica fundamental de priorizar el crecimiento del PIB por encima de todo.  
Anderson y Bows informan de que el tan a menudo citado objetivo de reducción a largo plazo (un recorte de más de un 80% de las emisiones de 1990 para el 2050) ha sido fijado por razones de conveniencia política y que no tiene “ninguna base científica”. Esto es debido a que los impactos sobre el clima no provienen de lo que emitamos hoy o mañana, sino del cúmulo de emisiones que se han ido sumando en la atmósfera a lo largo del tiempo. Además, avisan de que centrarse en objetivos de aquí a tres décadas y media –en lugar de enfocarlos hacia lo que podemos hacer para recortar carbono de forma tajante e inmediata- supone un grave riesgo de seguir permitiendo que las emisiones aumenten vertiginosamente en los próximos años, y que de ese modo se superará con creces nuestro “objetivo de carbono” hasta los 2 grados centígrados, y, entrado el siglo, nos encontraremos ante una tesitura imposible de encarar.
Esta es la razón por la que Anderson y Bows argumentan que, si los gobiernos de los países desarrollados se muestran serios a la hora de alcanzar el acordado objetivo internacional de mantener el calentamiento por debajo de los 2 grados centígrados, y siempre que las reducciones vayan a respetar cualquier tipo de principio equitativo –básicamente, que los países que han estado arrojando carbono durante casi dos siglos necesitan recortar sus emisiones antes que los países en los que más de mil millones de personas todavía no tienen electricidad-, entonces, las reducciones deben ser mucho más profundas y tienen que llegar mucho antes.
Incluso disponiendo de una probabilidad de 50/50 de alcanzar el objetivo de los 2 grados (la cual, como ellos y muchos otros avisan, ya implica enfrentarse a una serie de impactos climáticos bastamente dañinos), los países industrializados necesitan empezar a recortar sus emisiones de gases de efecto invernadero alrededor de un 10 por ciento al año. Y deben empezar ya. No obstante, Anderson y Bows dan un paso más, al señalar que este objetivo no puede lograrse con modestas penalizaciones por emisión de carbono o con las soluciones ofrecidas por la tecnología ecológica, normalmente defendidas por las grandes “corporaciones verdes”. Desde luego que estas medidas pueden ayudar, pero no son suficientes: una reducción del 10 por ciento en las emisiones, año tras año, resulta inaudita desde el momento en que empezamos a energizar nuestras economías con carbón.  De hecho, los recortes por encima de un 1 por ciento al año “se han visto históricamente asociadas a recesiones económicas o a crisis políticas”, tal y como indicó el economista Nicholas Stern en su informe de 2006 para el gobierno británico.    
Ni siquiera con la desintegración de la Unión Soviética hubo reducciones de tal duración y profundidad (los países soviéticos experimentaron un promedio de reducciones anuales de apenas un 5 por ciento en un período de diez años). Tampoco ocurrieron tras el crack de Wall Street en 2008 (los países ricos experimentaron un descenso de un 7 por ciento de emisión entre 2008 y 2009, pero sus emisiones de  CO2 remontaron fuertemente en 2010, y las emisiones en China y en la India han seguido creciendo). Solo después de la gran crisis de 1929, los Estados Unidos vieron, por ejemplo, como las emisiones descendían durante varios años consecutivos más de un 10 por ciento anual, según los datos históricos del Centro de Análisis e Información de Dióxido de Carbono. Pero esa fue la peor crisis económica de los tiempos modernos.
Si queremos evitar ese tipo de carnicerías a la hora de lograr nuestros objetivos con base científica en las emisiones, la reducción del carbono debe gestionarse con cuidado a través de lo que Anderson y Bows describen como “estrategias de decrecimiento radicales e inmediatas en EEUU, la UE y en otras naciones ricas”. Lo que está muy bien, si no fuera por el hecho de que resulta que tenemos un sistema económico que fetichiza el crecimiento del PIB sobre todo lo demás, sin importar las consecuencias humanas o ecológicas, y en el que la clase política neoliberal hace tiempo que ha rechazado su responsabilidad de gestionar nada (ya que el mercado es el genio invisible a lo que todo debe ser confiado).
Así que lo que Anderson y Bows están realmente diciendo es que todavía queda tiempo para evitar un calentamiento catastrófico, pero no según las reglas del capitalismo tal y como hoy se plantean. Algo que tal vez sea el mejor argumento que jamás hayamos tenido para cambiar esas reglas.
En un ensayo de 2012 aparecido en la influyente revista científica Nature Climate Change, Anderson y Bows lanzaron un guante, acusando a muchos de sus colegas científicos de no ser transparentes a la hora de exponer los cambios que el cambio climático precisa de la humanidad. Vale la pena citarles por extenso: “…a la hora de desarrollar los marcos de emisión de gases, los científicos constantemente subestiman las implicaciones de sus análisis. Cuando se trata de la cuestión de evitar el aumento de los 2 grados centígrados, se traduce “imposible” por “difícil, pero se puede hacer”; “urgente y radical”, por “desafío”: todo para apaciguar al dios de la economía –o, más concretamente, al de las finanzas-. Por ejemplo, para evitar salirse del porcentaje máximo de reducción de emisiones dictado por los economistas, se asumen los anteriores niveles máximos “de forma imposible”, junto con ingenuas nociones de “alta” ingeniería y con las tasas de utilización de infraestructuras bajas en carbón. Y lo más inquietante es que cuanto más menguan los presupuestos sobre emisiones, más se propone la geoingeniería para asegurar que el dictado de los economistas permanezca incuestionable”.   

En otras palabras, para aparecer razonable en los círculos económicos neoliberales, los científicos han estado haciendo la vista gorda de manera escandalosa con las consecuencias derivadas de sus investigaciones. Hacia agosto de 2013, Anderson estaba dispuesto a ser incluso más tajante, al escribir que habíamos perdido la oportunidad de cambios graduales. “Tal vez, durante la Cumbre sobre la Tierra de 1992, o incluso en el cambio de milenio, el nivel de los 2 grados centígrados podrían haberse logrado a través de significativos cambios evolutivos en el marco de la hegemonía política y económica existentes. Pero el cambio climático es un asunto acumulativo. Ahora, en 2013, desde nuestras naciones altamente emisoras (post-) industriales nos enfrentamos a un panorama muy diferente. Nuestro constante y colectivo despilfarro de carbono ha desperdiciado toda oportunidad de un “cambio evolutivo” realista para alcanzar nuestro anterior (y más amplio) objetivo los  2 grados. Hoy, después de dos décadas de promesas y mentiras, lo que queda del objetivo de los 2 grados exige un cambio revolucionario de la hegemonía política y económica” (la negrita es suya).  

Probablemente no debería sorprendernos que algunos climatólogos estén un poco asustados por las consecuencias radicales de sus propias investigaciones. La mayoría de ellos solo estaban haciendo tranquilamente su trabajo, midiendo núcleos de hielo, elaborando sus modelos de climatología global y estudiando la acidificación de los océanos, hasta llegar a descubrir, tal y como dijo el experto climatólogo australiano Clive Hamilton, que “estaban, sin quererlo, desestabilizando el orden social y político”.
Sin embargo hay mucha gente bien informada de la naturaleza revolucionaria de la climatología. Es la razón por la que algunos gobiernos que han decidido tirar a la basura sus compromisos con el clima para seguir produciendo más carbón han tenido que encontrar maneras todavía más bestias para acallar e intimidar a sus propios científicos. En Gran Bretaña, esta estrategia se está haciendo más patente en el caso de Ian Boyd, el principal consejero científico del Departamento de Medio Ambiente, Alimentación y Asuntos Rurales, al escribir hace poco que los científicos deberían evitar “sugerir que políticas son buenas o malas” y que deberían expresar sus puntos de vista “colaborando con asesores oficiales (como yo mismo), y siendo la voz de la razón, más que de la disidente, en el ámbito público”.
Para saber a dónde conduce esto, solo hace falta mirar lo que ocurre en Canadá, donde vivo. El gobierno conservador de Stephen Harper ha hecho un trabajo tan eficaz a la hora de amordazar científicos y cerrar proyectos de investigación críticos que, en julio de 2012, un par de miles de científicos y simpatizantes celebraron un funeral bufo ante el Parlamento en Ottawa, quejándose de “la muerte de la evidencia”. Sus carteles decían: “no hay ciencia, no hay evidencia, no hay verdad.”.
Pero la verdad siempre reluce. El hecho de que el negocio-habitual-de-búsqueda-de beneficios y crecimiento este desestabilizando la vida en la tierra ya no es algo que tengamos que leer en las revistas científicas. Los primeros síntomas se están desplegando ante nuestros ojos. Y el número de personas que están reaccionando también crece a medida que sucede: bloqueando las explotaciones de gas de esquisto en Balcombe, interfiriendo en las perforaciones en el Ártico en aguas rusas (a un tremendo coste personal); llevando a juicio a las compañias de energías bituminosas por violar la soberanía indígena, entre otros muchos incontables actos de resistencia, grandes y pequeños. En el modelo informático de Brad Werner, esta es la “fricción” que se necesita para frenar las fuerzas de desestabilización. El gran activista del clima Bill McKibben lo llama los “anticuerpos” que se producen para luchar contra la “fiebre alta” del planeta.
No es una revolución, pero es un comienzo. Y puede que nos consiga el tiempo suficiente para imaginar una manera de vivir en este planeta que sea claramente menos jodida.
Naomi Klein es autora de La doctrina del shock y No Logo, está trabajando en un libro y una película sobre el poder revolucionario del cambio climático.

Traducción para www.sinpermiso.info: Betsabé García Álvarez

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