divendres, 15 d’abril del 2016

Serge Latouche «La lógica de la sociedad de crecimiento es destruir todas las identidades»


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Article publicat a La Marea
abril 2016 nº 37 |

Serge Latouche
Luna Gámez | París

Decrecer para avanzar. Esta idea, que muchos estiman utópica, es la base de la teoría del decrecimiento. Su principal impulsor, Serge Latouche (Vannes, Francia, 1940), plantea que esta posibilidad no debe ser considerada como un retroceso sino como un avance hacia otra  dirección en la que la actividad humana no tenga tanto impacto sobre la naturaleza. Un lugar donde el crecimiento desenfrenado, el productivismo y la obsolescencia programada se vean sustituidos por un aumento de la reutilización, de la reparación y de la relocalización de la producción a escala más local. Poco dado a ofrecer entrevistas, Latouche recibe a La Marea en pleno corazón del barrio latino de París. Mientras saborea una copa de vino tinto, el célebre pensador y experto en Filosofía Económica relata cómo su experiencia de vida con  comunidades ajenas al desarrollismo, primero en Laos y luego en África, fue el detonante que despertó su espíritu crítico hacia el desarrollo económico, algo que considera una forma de occidentalización y colonización del mundo. Algunas historias las explica en La sociedad de la abundancia frugal (Icaria Editorial), uno de sus últimos libros traducidos al español.
El desarrollo de su teoría crítica contra el crecimiento capitalista se remonta a finales de los años 60. Sin embargo, no utilizó el término decrecimiento hasta el año 2002. ¿Cómo lo definiría?

El concepto de decrecimiento surgió por necesidad y yo no lo definiría. Es un eslogan que ha tenido una función mediática de contradecir a otro eslogan. Es realmente una operación simbólica imaginaria para cuestionar el concepto mistificador del desarrollo sostenible.
Entonces, ¿qué es el desarrollo sostenible?
El desarrollo sostenible es eso, un eslogan. Es el equivalente del TINA de Margaret Thatcher, There Is No Alternatives, que viene a decir que no hay alternativas al liberalismo económico. El desarrollo sostenible fue inventado por criminales de cuello blanco, entre ellos Stephan Schmidheiny, millonario suizo acusado del homicidio de miles de obreros en una de sus  fábricas de amianto y fundador del Consejo Mundial para el Desarrollo Sostenible, el mayor lobby industrial de empresas contaminantes, junto con su amigo Maurice Frederick Strong, un gran empresario del sector minero y petrolero que, paradójicamente, fue el Secretario General de la Cumbre de la Tierra celebrada en 1992, donde se presentó oficialmente el término  desarrollo sostenible. Ellos decidieron vender este concepto igual que vendemos un jabón, con una campaña publicitaria extraordinaria, excelentemente sincronizada y con un éxito fabuloso. Pero no es más que otra vertiente del crecimiento económico.
En algunos momentos ha afirmado que la economía es la raíz de todos los males y que es necesario salir de ella y abandonar la religión del crecimiento, pero, ¿cómo se abandona una fe cuando se cree en ella?
No existe una receta. No nacemos decrecentistas, igual que no nacemos productivistas. Sin embargo, nos convertimos rápidamente porque vivimos en un ambiente en el que la propaganda productivista es tremenda. Desintoxicarse después depende de las experiencias personales. Un crecimiento infinito en un planeta finito no es sostenible, es evidente incluso para un niño, pero "no creemos lo que ya sabemos", como dice Jean-Pierre Dupuy, un amigo filósofo. El mejor ejemplo es la COP21, donde se hicieron maravillosos discursos pero que no darán casi ningún fruto. Por eso yo creo en lo que llamo la pedagogía de las catástrofes. Pienso que es lo único que presiona a salir a cada uno de su caparazón, y pensar.
¿En qué consiste la pedagogía de las catástrofes?
La gente que se ve afectada por alguna catástrofe comienza a tener dudas sobre la propaganda que difunden las televisiones o los partidos políticos, sean de izquierda o de derechas, y ante las dudas pueden ir en busca de alternativas y aproximarse al decrecimiento. Es necesario que haya una articulación entre lo teórico y lo práctico, entre lo vivido y lo pensado. Aunque tengas
la experiencia, si no creas una reflexión puedes caer en la desesperación, en el nihilismo o en el fascismo. Por tanto, son necesarios esos dos ingredientes, pero no hay receta para combinarlos.
¿En qué deberíamos crecer y en qué decrecer?
Hacer crecer la felicidad, mejorar la calidad del aire y de los alimentos, que la gente pueda alojarse en condiciones aceptables… Vivimos en una sociedad del desperdicio que genera numerosos desechos, pero donde muchas de estas necesidades básicas no están satisfechas. Salir de la ideología del crecimiento supone una reducción del 75 % del consumo europeo de recursos naturales para alcanzar una huella ecológica sostenible. Pero no somos nosotros los ciudadanos los que debemos reducir nuestro consumo final, sino el sistema. Por ejemplo, el 40% de la carne que se vende en los supermercados va a la basura sin ser consumida, lo que implica un desperdicio enorme y una alta huella ecológica. Hasta el año 1970, en un país como España, cuando las vacas se alimentaban de hierba, el consumo de carne todavía era sostenible. Ahora comen soja que se produce en Brasil, quemando la selva amazónica, que después es transportada 10.000 kilómetros, se mezcla con harina animal y se elaboran los piensos. La huella ecológica de un kilo de ternera hoy supone 6 litros de petróleo, y pasa igual con la ropa y con el resto de bienes (…). Vivimos en la sociedad del desperdicio y de la obsolescencia programada, cuando en lugar de tirar deberíamos reparar y de esta forma podríamos decrecer sin reducir la satisfacción. Países como China o India viven un periodo de desaceleración y en algunos casos hasta de recesión, como en Brasil.
¿Podríamos tener la esperanza de que surgiesen alternativas de decrecimiento en estos lugares?
En teoría sí, la crisis podría ser una oportunidad para buscar nuevas alternativas porque supone un decrecimiento forzado,  pero la paradoja es que la alienación social es tal que la única obsesión de los gobiernos es volver al crecimiento, cuando en realidad la herramienta clave debería ser la sabiduría. La preocupación actual tanto de Brasil como de China es cómo retomar el crecimiento. Se han convertido en países tóxico-dependientes, drogados por el crecimiento.
¿Considera que las iniciativas del decrecimiento vendrán de países en crisis o de países menos absorbidos por el desarrollo?
Puede venir de ambos, pero ya que somos los occidentales los responsables de esta  structura, es de aquí de donde deberían partir. Nosotros lo intentamos desde el movimiento del  decrecimiento pero por el momento sólo existen resultados a nivel micro, con iniciativas como las cooperativas de productores locales, que son pequeñas experiencias de decrecimiento, con
muchas iniciativas interesantes en España.
¿Cree que serán los ciudadanos quienes impulsen el decrecimiento o será una iniciativa de los gobiernos?
Vendrá del pueblo. De los gobiernos por supuesto que no.
¿Por qué cree que los nuevos partidos políticos que están naciendo en Europa no abordan la óptica del decrecimiento?
Por miedo a no ganar los votos suficientes para llegar al poder. Usted afirma que vivimos en un mundo dominado por la sociedad del crecimiento que genera profundas desigualdades.
¿De qué forma esto puede afectar a los ciclos migratorios?
La lógica de la sociedad de crecimiento es destruir todas las identidades. El problema de las migraciones es muy complejo. Ahora hablamos de millones de sirios desplazados pero antes de que acabe este siglo habrá 500 o 600 millones de desplazados, cuando ciudades enteras como Bangladesh o millones de campesinos chinos vean sus tierras inundadas por la subida del nivel del mar. Al aumentar las catástrofes del planeta, los migrantes ambientales también crecerán. En África he observado que no son la pobreza y la miseria material las que provocan las migraciones, es la miseria psíquica. Toda la riqueza económica africana representa el 2% del PIB mundial, la gran mayoría representa la masa de petróleo nigeriano. De esta forma, tenemos 800 millones de africanos que viven fuera de la economía, en el mercado informal. Cuando hace 20 años yo iba a África había buen ambiente, mucho dinamismo, la gente quería transformar sus tierras, había muchas iniciativas, pero hoy han desaparecido. La última vez que fui los jóvenes ya no querían luchar contra el desierto. Lo que querían era ayuda para obtener papeles y viajar a Europa, ¿por qué? No es porque ahora sean más pobres que antes, es porque hemos destruido el sentido de su vida. Los últimos 10 o 20 años de mundialización tecnológica han representado una colonización del imaginario 100 veces más importante que los 200 años de colonización militar y misionera. Se les crean nuevas necesidades, en la tele se les venden las maravillas de la vida de aquí y ellos ya no quieren vivir allí.
¿Diría usted que esto supone una crisis antropológica?
Sí, el crecimiento es una guerra contra lo ancestral. El verdadero crimen de Occidente no es haber saqueado el Tercer Mundo, sino haber destruido el sentido de la vida de esa gente que ahora adora el espejismo del desarrollo.

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