dijous, 9 de febrer del 2017

CUATRO DÉCADAS PERDIDAS

Post del bloc  Los Niños Perdidos


escenario-estandar-traducido

Cuatro décadas perdidas.

Los límites del crecimiento, la crisis socioecológica y sus escenarios de futuro.

Artículo publicado originalmente en el número 425 de Revista de Occidente (págs. 49-76)

El género de la historia contrafactual ha tomado el siglo XX como un laboratorio privilegiado de experimentación científica y literaria. Sin embargo, y hasta hoy, estas especulaciones visionarias han prestado poca atención a un arco temporal muy convulso en el que se vivió una disputa que hoy se revela de enorme trascendencia: la desestabilización sistémica que precedió a la contraofensiva neoliberal de los años setenta. Tras el desenlace de la Segunda Guerra Mundial, si la humanidad se jugó su futuro en algún momento, quizá lo hizo en ese intenso lustro comprendido entre 1968 y 1973 (mayo del 68, fin del patrón dólar-oro, crisis energética de 1973, golpe militar de Pinochet y ensayo general del neoliberalismo en la probeta nacional chilena).
En medio de la vorágine de aquellos años, en 1972, tuvo lugar la publicación de uno de los libros más importantes del siglo: el informe Los Límites del Crecimiento, que el Club de Roma encargó al MIT (Instituto Tecnológico de Massachusetts), y que tenía por autores a Dennis y Donnela Meadows y Jørgen Randers. Un libro que llegaba en el momento oportuno, y en cuya recepción la humanidad iba a tener uno de sus exámenes evolutivos más determinantes. Y es que en 1972 existía todavía un amplio margen ecosistémico para haber realizado una transición ordenada a sociedades industriales sostenibles. Ese margen lo hemos dilapidado tras más de cuatro décadas de neoliberalismo. Un desenlace político de la encrucijada de los años setenta en sentido inverso (profundizando en las lógicas de socialización económica que tanteó el keynesianismo) no hubiera asegurado, por sí solo, una mejor recepción de este informe. Sin embargo, dado que en Los límites del Crecimiento se planteaba un alto grado de intervencionismo económico planificado como un prerrequisito de sostenibilidad, una salida de la crisis de los setenta virada a la izquierda hubiera facilitado un clima de época más propicio. Al menos, hoy existirían las herramientas de política económica necesarias para la transformación ecosocial, aunque siguiéramos padeciendo un grave déficit respecto a las condiciones ideológicas y culturales que deben envolver dichas reformas.
Recordemos los planteamientos esenciales de Los Límites del Crecimiento. Este fue un trabajo de anticipación muy bien fundamentado, que a partir del mejor conocimiento empírico disponible, dibujó diferentes escenarios de evolución de las sociedades industriales. Lo hizo mediante la aplicación de un modelo de dinámica de sistemas con cálculos apoyados en la tecnología computacional más avanzada del momento. Las conclusiones del libro ponían a la humanidad ante una importante elección: si las tendencias en curso de crecimiento poblacional, aumento de la producción industrial e incremento de la contaminación y agotamiento de recursos no se modificaban, los límites del crecimiento serían sobrepasados en algún momento del siglo XXI. Y el resultado más probable sería una caída súbita e incontrolada de la población y la actividad económica. Esto es, un colapso de la civilización industrial. En la revisión que el matrimonio Meadows y el resto del equipo hizo del informe en 1992, se constató que la extralimitación no era una simple tendencia probable, sino un dato objetivo que ya había sucedido: “el mundo humano ha sobrepasado sus límites. La forma actual de hacer las cosas es insostenible. El futuro, para tener algún viso de viabilidad, debe empeñarse en retroceder, desacelerar, sanar” (Meadows et al, 1994: 22). Desde entonces nuestra situación no ha hecho más que agravarse. Hoy, con los números en la mano, podemos afirmar que llevamos más de tres décadas viviendo por encima de nuestras posibilidades biosféricas (en el año 1980 la actividad humana superó por primera vez la capacidad de carga del planeta).
El modelo que sirve de base a este estudio, llamado World 3, es una construcción teórica que necesariamente peca de cierta simplicidad. Su perspectiva es macroscópica, por lo que no distingue entre zonas diferentes del planeta. También muy abstracta, presentando un alto grado de agregación de ciertos fenómenos que en la realidad son mucho más complejos. Tampoco tiene en cuenta todos los límites sociales: guerras, huelgas, conflictos étnicos, inestabilidad política, barreras comerciales, distorsiones culturales e ideológicas. Por todo ello, y aunque algunos de sus críticos conectan esta simplicidad con el pesimismo de sus resultados, la verdad puede ser exactamente la contraria: seguramente World 3 ha manejado los supuestos más optimistas posibles, y quizá esté dibujando un horizonte que minimiza las dificultades que vienen.
Es importante destacar que en ningún momento Los Límites del Crecimiento pretendió hacer predicciones, ni formuló oráculo alguno. En primer lugar, porque el sentido del estudio no era vaticinar con exactitud la fecha de un apocalipsis ecológico, sino adelantar algunas pautas de comportamiento sistémico que fueran verosímiles. Los autores acotaron con un ejemplo muy didáctico su verdadero campo de estudio:
“Si se tira una pelota al aire, uno sabe lo suficiente para prever su comportamiento general, no para saber en qué punto exacto del espacio caerá (…) World 3 maneja el tipo de información sobre las pelotas que se tiran al aire, y no la necesaria para describir la trayectoria de la pelota dada” (Meadows et al, 1994: 144).
En segundo lugar, porque el libro fue escrito con una clara vocación antideterminista. Al mismo tiempo que se advertía del peligro de colapso, se ponía el acento en las posibilidades de un cambio de rumbo para alcanzar condiciones de estabilidad ecológica y económica duraderas. Tanto en el informe original, como en sus posteriores revisiones, el libro planteó siempre un dilema y no una sentencia de muerte. Las opciones estaban abiertas. Pero no siempre estaban abiertas de la misma manera. El libro era, al respecto, taxativo. La sostenibilidad tenía que pensarse en términos de ventana de oportunidad. Cuanto antes iniciara la humanidad el esfuerzo por frenar las dinámicas de crecimiento exponencial en las que estaba estructuralmente atrapada, mayores serían sus posibilidades de éxito.
La reacción que en su momento despertó Los Límites del Crecimiento es significativa del tipo de obstáculos socioeconómicos, culturales y hasta científico-cognitivos que debe superar la sostenibilidad como programa político fuerte. Obstáculos que no jugaron un papel menor en el fracaso del informe y que seguirán seguramente saboteando la clarificación de la cuestión socioecológica durante mucho tiempo. Ugo Bardi (2014), en su libro Los Límites del Crecimiento retomados, realiza una magnífica revisión sobre este tema que aquí se sintetiza en pocas líneas. Ya en 1972, los economistas Peter Passel, Marc Roberts y Leonard Ross atacaron el libro porque supuestamente había partido de datos de entrada de recursos demasiado pesimistas, aunque como explica Bardi, esta lectura se sustentó en su mala interpretación de algunas tablas. No obstante, la idea de la falta de base empírica del estudio se hizo fuerte, y fue recurrentemente reciclada en otras críticas posteriores. Por ejemplo en el famoso artículo de William Nordhaus World Diynamics: Measurement without Data, que se ha convertido en el texto canónico que hay que citar para refutar el planteamiento de Los Límites del Crecimiento. Dos décadas después, Nordhaus volvió a la carga denunciando la imperfección del modelo World 3 por la ausencia de un parámetro fundamental, que él identificó como progreso tecnológico. No fue el único. Con estos mimbres se urdió un meme académico que alcanzó cierta popularidad en algunos círculos intelectuales: “los errores del Club de Roma”. Bajo su sombra, y durante mucho tiempo, la mera consideración del informe como un texto con validez venía acompañada de cierto descrédito.
Sin embargo, ninguna de estas acusaciones estaba fundamentada. En el World 3 las constantes (que conforman la modelización junto con las relaciones y las variables) están derivadas de datos históricos reales, que sencillamente no se explicitaron en el libro por una decisión comunicativa (para favorecer una lectura ágil). Al mismo tiempo, los distintos escenarios de la modelización incluyen saltos tecnológicos tan importantes, y que hoy están tan lejos, como el reciclaje casi perfecto de materiales, el aumento del rendimiento del suelo agrícola o la multiplicación por un factor de 10 de la eficacia en los controles de contaminación. Con todo, la fama de estudio científico errado echó raíces. Contribuyó a ello un terreno cultural abonado por los prejuicios y las inercias de una serie de dispositivos mitológicos que estructuran todo nuestro paradigma epocal, que son profundamente complementarios con nuestro orden sistémico y su desenvolver. Por ejemplo, la hegemonía de la economía convencional como una doctrina con una función social más cercana a la religión que a la ciencia. Otra fuente inagotable de negacionismo ecológico era y es la propensión que tiene nuestra sociedad a considerar la técnica como una variable independiente, con capacidad para resolver problemas que son esencialmente no técnicos. Como si la tecnología moderna, para ser funcional, no tuviera que estar envuelta en un sistema social que tiene que demostrarse viable, también en términos ecológicos. Como si la parte (los dispositivos tecnológicos humanos) pudiera sustituir al todo (la biosfera). Modelos económicos como el de Solow plantean explícitamente que la economía puede continuar sin recursos naturales. Alrededor de la idea de singularidad tecnológica se está levantando toda una narrativa cripto-religiosa que alimenta la idea de un programa salvífico basado en la superación tecnológica del ser humano y sus constricciones corpóreas (Vinge, Kurzdweil, Regis). Sin embargo, la famosa Ley de Moore, que rige el desarrollo de la microelectrónica y alimenta los sueños húmedos del transhumanismo, está demostrándose más excepción que regla. Y autores como Ayres o Huebner recogen evidencias de que, en términos generales, el progreso tecnológico se está ralentizado. Peter Thiel ha resumido muy bien esta decepción: nos prometieron un siglo XXI de coches voladores y vacaciones en la luna, y tenemos 140 caracteres.
Mercatolatría y tecnolatría: dos figuras centrales del fetichismo contemporáneo. Ante estos dogmas, el sacrilegio imperdonable de Los Límites del Crecimiento fue informar de una suerte de acuse de recibo de la realidad basado en las leyes de la termodinámica: los procesos de rendimientos decrecientes, por utilizar una semántica económica que ya forma parte del acervo de la cultura general, gobiernan cualquier sistema complejo. También el subsistema tecnológico industrial y por supuesto el intercambio metabólico entre sociedad humana y naturaleza.
A pesar de este viento civilizatorio en contra, hacia el cambio de siglo comenzó a resquebrajarse el rechazo casi unánime que el libro había obtenido en los circuitos académicos e intelectuales. Ayudó la progresiva infiltración del pensamiento ecologista en la institución universitaria. Pero también la emergencia de una serie de problemáticas objetivas, vinculadas con la crisis socioecológica, que ratificaban el planteamiento general del libro y anunciaban la inminencia de una quiebra ecológica que pondría contra las cuerdas nuestro modo de vida. En 1998 Campbell y Laherrère publicaron en la revista Science su famoso artículo El fin del petróleo barato, que popularizó el concepto de pico del petróleo y que dio lugar a toda una escuela geológica empeñada en ensombrecer, con los datos en la mano, cualquier triunfalismo energético futuro. El trabajo del Panel Intergubernamental sobre Cambio Climático (IPCC) lleva 28 años recopilando evidencias de que nos encontramos inmersos en una alteración climática, antrópicamente inducida, que va a amenazar gravemente los patrones de habitabilidad humana en amplias zonas del planeta. Algo parecido podría decirse en materia de agua, minerales no energéticos, biodiversidad, acidificación de los océanos, erosión del suelo… Las malas noticias se multiplican en casi cualquier aspecto de nuestra relación de intercambio de materia y energía con los ecosistemas. Ha sido este contexto justificado de alarma ecológica el que ha ayudado, más que ninguna otra cosa, a mejorar un poco la receptividad social de Los Límites del Crecimiento y de su mensaje de fondo.
Curiosamente, y sin pretenderlo, podemos afirmar retrospectivamente que el nivel de predictibilidad de Los Límites del Crecimiento ha sido sorprendentemente bueno, y resiste muy bien la comparativa frente a la gran mayoría de los estudios económicos convencionales. Autores como Turner (2014) han constatado que la evolución real de los sistemas industriales en los últimos cuarenta años ha resultado altamente coincidente con una de las simulaciones manejadas por el estudio: el escenario estándar. Solo cabe destacar un pequeño desvío en materia de contaminación global: Los límites del crecimiento esperaba un nivel algo más elevado que el actual.
Si la correspondencia entre el modelo del escenario estándar y el comportamiento empíricamente constatable de nuestros sistemas sociales sigue presentando el grado de sincronía que hasta ahora ha hecho, cabe esperar un colapso de la sociedad industrial en algún momento de los próximos veinte años. De todas formas, la cuestión de la fecha exacta es secundaria y hasta relativamente trivial. 2025, 2030 o 2040 es un debate sin importancia y en cierto sentido falaz, porque una fecha no será más que la elección arbitraria de un símbolo para representar un proceso que viene de muy atrás en el tiempo. Lo importante es la tendencia general pensada en términos históricos. Y en términos históricos, todas las señales parecen indicar que el colapso es un acontecimiento inminente, cuya gestación ya se está produciendo aquí y ahora, aunque sus consecuencias no sean visibles. Sin embargo, y manteniéndonos fieles al espíritu de los Límites del Crecimiento, como el colapso no es todavía un desenlace asegurado, y como existen formas de colapsar con implicaciones sociales radicalmente diferentes, conviene seguir manteniendo una perspectiva de futuro abierta. Por ello, y a continuación, se trazará una cartografía muy básica de los distintos escenarios posibles de evolución de la crisis socioecológica. Para ello superpondremos el mapa general que ofrece el modelo World 3 con algunas de las especulaciones mejor fundamentadas realizadas por científicos de diversos campos. El resultado será un esquema que presenta, de modo simple pero intuitivo, una síntesis del marco de nuestras posibilidades futuras.
Una consideración previa, que es importante: el esquema que va a presentarse obvia demasiadas variables para que pueda ser tomado como un instrumento de espíritu geométrico, que sepa precisar en qué lugar y en qué momento va a suceder algo. En cierto sentido, puede considerarse una ficción estadística que operara con el capitalismo industrial como realidad global de conjunto, sin distinguir zonas del planeta donde las particularidades sociales e históricas van a condicionar enormemente el margen de maniobra. Ramón Fernández Durán y Luis González Reyes, en La espiral de la energía, (2014) realizan un interesante ejercicio de política ficción anticipatorio, en el que clasifican los países del mundo en diferentes bloques en función de su situación de partida ante el colapso socioecológico. No es lo mismo enfrentar el pico del petróleo siendo una nación caracterizada por contar con recursos energéticos propios pero grandes consumos, con un urbanismo disperso, un sistema agrícola muy industrializado, baja eficiencia energética y economías muy enganchadas al comercio internacional (EEUU, Canadá, Australia), que hacerlo siendo un gran extractor de combustibles fósiles (Rusia, Arabia Saudí, Irán, Venezuela). No es igual ser parte de una zona con un alto nivel de desarrollo pero una enorme dependencia energética, aunque buena infraestructura ferroviaria (Japón, Unión Europea), que ser un país periférico poco conectado al mercado global y con amplia bolsas de campesinado tradicional.
También se va a dejar de lado la reflexión sobre el margen de maniobra en sí mismo, puesto que las sociedades humanas, aunque gobernadas por potentes presiones estructurales sin sujeto, también son sistemas adaptativos en los que la intencionalidad colectiva organizada juega un papel clave en su conducción y despliegue. Es decir, van a obviarse en principio todas las cuestiones cruciales que dependen de la mediación política y geopolítica de la crisis socioecológica. Mediación en la que influirá mucho la gestión Manu Militari de los hechos en curso, pero también otras formas de conducir el comportamiento de los grandes agregados humanos, como la conformación de mitos, ideologías, relatos e imaginarios. La disputa por la Elipse Mundial del petróleo de Oriente Medio, la guerra de divisas larvada alrededor de la disolución del dólar como moneda internacional, los procesos de acaparamiento de tierras en los países periféricos, las dinámicas de rediseño de la estructura socioclasista en los países centrales (apoyada en un fortalecimiento del aspecto coercitivo del Estado), la disputa cultural entre el nuevo ascetismo ecologista de signo cosmopolita o la agresividad nacionalista depredatoria… Son muchas las operaciones políticas y culturales de este nuevo Gran Juego, que habría que tener en cuenta para perfilar si quiera mínimamente, el aspecto aproximado que adoptará nuestro paisaje social futuro.
Y no menos importante es que la crisis socioecológica es solo una arista de una crisis civilizatoria cuyas tensiones son todavía más complejas. Aunque no tuviéremos un problema de agotamiento de recursos y saturación de sumideros ambientales, la propia evolución de la economía capitalista nos colocaría ante un dilema epocal. Su continuidad se haya profundamente comprometida por toda una serie de límites estructurales internos de difícil gestión. Por ejemplo, un nivel de financiarización absolutamente insostenible. O el auge de la automatización, que vuelve el trabajo un fenómeno casi anacrónico y genera, bajo el actual régimen de propiedad y producción, una bomba de relojería social formada por una masa de excluidos que no podrá parar de crecer. Toda esta serie de cuestiones deberían ser introducidas en el análisis, y su ausencia obliga a ser cautelosos.
Según explica el matrimonio Meadows, los sistemas complejos en expansión, como son nuestras sociedades, tienen cuatro formas de relacionarse con los límites físicos que los contienen:
(i) Crecimiento continuo: solo posible, y de modo efímero, cuando los límites físicos del sistema están muy lejanos o cuando estos crecen en sí mismos.
(ii) Crecimiento sigmoideo: el crecimiento del sistema se autocontiene antes de sobrepasar sus límites físicos y adopta un comportamiento de estado estacionario.
(iii) Sobrepasamiento y oscilación: tras la extralimitación física, el sistema oscila pero logra recuperarse, adoptando un comportamiento de estado estacionario, pero en un punto más bajo de lo que hubiera podido hacer sin sobrepasar sus límites físicos.
(iv) Sobrepasamiento y colapso: tras la extralimitación física, el sistema sufre un duro correctivo y se desploma, de modo traumático, hasta encontrar un punto de reajuste con la capacidad de carga ecosistémica, que estará situada en un lugar muy bajo en relación al crecimiento histórico previo.
Los distintos escenarios que contemplan las simulaciones de Los Límites del Crecimiento encajan en alguno de estos cuatro modelos de comportamiento genérico. Las siguientes páginas se dedicarán a una descripción somera de sus principales rasgos.
El escenario estándar: colapso de la civilización capitalista-industrial.
En Los Límites del Crecimiento, el colapso económico de la civilización capitalista-industrial es una característica robusta de las simulaciones. Esto es, un resultado final que aparece recurrentemente a pesar de modificar las variables. Así sucede con el llamado escenario 1 o escenario estándar, que dibuja las tendencias evolutivas de nuestra sociedad si finalmente no se toma ninguna medida que apunte a la corrección del crecimiento y sus inercias. En 1972 el libro señalaba que de seguir las cosas su curso, el laissez faire civilizatorio llevaría al sistema a su colapso a partir del primer tercio del siglo XXI. Lo que los anglosajones llaman el Business as Usual, dejar las cosas como están, ha sido exactamente lo que ha sucedido hasta hoy. Y como ya se ha mencionado, la correspondencia entre las gráficas proyectadas en Los límites del crecimiento y la realidad histórica, a fecha de 2016, ha sido desazonadoramente exacta.
Lo interesante de la dinámica de sistemas es que nos permite visualizar comportamientos que, por su complejidad y su gran cantidad de retroalimentaciones internas, nos resultan profundamente contraintuivos. Así, en World 3, el colapso también se produce en un escenario que duplique los recursos naturales existentes. Doblar los recursos naturales existentes es una hipótesis de trabajo profundamente optimista, ya que el descubrimiento de recursos naturales también opera bajo el férreo gobierno de la segunda ley de la termodinámica, y los yacimientos más abundantes y de mayor calidad siempre se encuentran primero. Tal escenario de hiperabundancia nos daría una prórroga, pero solo de veinte años, y permitiría alcanzar un techo poblacional superior al escenario estándar. Al mismo tiempo, y como efecto del aumento de contaminación y la mayor erosión de los rendimientos agrícolas, provocaría una caída mucho más brusca y más profunda. Y lo mismo sucede si además incorporamos saltos tecnológicos de gran envergadura, como un alto nivel de reciclado de materiales, una revolución agrícola que permitiera aumentar mucho el rendimiento de la tierra o dispositivos anticontaminantes de enorme eficacia. En cada uno de estas situaciones combinadas (que se corresponden a los escenarios 2, 3, 4 y 5, y en parte también el 6, modelizados en 1992) el colapso marca el punto y final de la expansión industrial humana.
La preocupación académica por los fenómenos de colapso está en auge. Poco a poco, las investigaciones sobre el fracaso y posterior desorganización de las sociedades complejas aumentan y van conformando una suerte de escuela transdisciplinar, donde distintos expertos, cada uno desde su ángulo, dibujan el contorno de un objeto de estudio inquietante que se va imponiendo por el peso de los hechos. Por ejemplo el estudio historiográfico clásico de Tainter (1988) o la obra del biólogo y geógrafo Diamond (2006). En España, la temática del colapso viene siendo trabajada por autores de disciplinas tan diferentes como Jorge Riechmann en filosofía, Antonio Turiel en física, Margarita Mediavilla en dinámica de sistemas, Sacristán de Lama en historia, Santiago Niño Becerra en economía o Ramón Fernández Durán, Luis González Reyes en el ámbito de la ecología política. Pero estos estudios todavía son pioneros. Y sin restar un ápice de su inmenso valor, como cualquier otra novedad intelectual, pecan de cierta inmadurez conceptual, que habrá que ir puliendo en investigaciones más sofisticadas. Por ejemplo, en la mayoría de los autores, y más allá de una referencia abstracta a la pérdida de complejidad social, el fenómeno del colapso no cuenta con indicadores que permitan una definición operativa del mismo. Este es un terreno de investigación en el que habría que ir avanzando hacia la distinción de criterios que nos permitan pensar mejor el colapso y calibrar sus implicaciones. Por ejemplo, el descenso demográfico rápido, como propone Diamond. Otro podría ser la descomposición de la estructura del poder político del Estado.
Y es que incluso aceptando que el desenlace de la aventura moderna hay que pensarlo en términos de colapso, existen muchas posibilidades distintas de colapsar. Dentro de este escenario, puede hablarse de subescenarios diferentes. Al menos durante unas décadas decisivas, quizá prime lo que Pedro García Bilbao (2013) considera el contexto de “conflicto social generalizado”: un potente reordenamiento del estatus quo vigente, tanto a nivel nacional interno como a nivel geopolítico, en el que el Estado se mantenga funcionalmente operativo y permita a algunos países (especialmente a ciertos sectores) ganar bocanadas de viabilidad en medio de la asfixia generalizada de un sistema económico internacional convertido en un juego de suma cero (donde el crecimiento de unos solo pueda ya darse a costa de otros). Una lucha competitiva y excluyente bajo el conocido lema anglosajón Last one standing wins, tanto para acaparar recursos como para desplazar cargas sociales, y que fomentará poco a poco una matriz política ecofascista (aquí se habla de un ecofascismo genérico, que puede englobar dictaduras ecologistas y militaristas amparadas en un discurso verde hasta un simple recrudecimiento de las dinámicas que Boaventuras Sousa Santos calificó de fascismo societal: una involución del Estado de derecho para dar cobertura a procesos de acumulación capitalistas cada vez más onerosos en términos sociales). Esta lucha, de algún modo, ya la vemos prefigurada en la actualidad cotidiana desde la llegada del pico del petróleo convencional en 2006, y el estallido de la crisis financiera global de 2007-2008.
Pero tampoco es descartable que, en un futuro próximo, algunas regiones conozcan lo que García Bilbao considera una forma de colapso más dura, el escenario Titánic: un hundimiento generalizado del orden social, provocado por el déficit súbito de un suministro estratégico o una catástrofe climática, que puede incluso conllevar un proceso de degeneración de la gobernabilidad estatal. La multiplicación de Estados fallidos que ha conocido el orden internacional los últimos años anticipa una tendencia hacia fórmulas de refeudalización de las relaciones sociales (señores de la guerra, dominación mafiosa) que la quiebra socioecológica puede retroalimentar.
El escenario IFI-IFO: la utopía del crecimiento perpetuo
Los Límites del Crecimiento plantea un escenario hipotético, llamado IFI-IFO (Infinidad dentro- infinidad fuera) en el que se suprime cualquier límite biofísico bajo el supuesto de la existencia de una tecnología muy desarrollada, que hace crecer los recursos y la capacidad de los sumideros exponencialmente y en paralelo al crecimiento de la demanda industrial. Considerando esta premisa, World 3 nos sitúa en un año 2100 con una economía mundial 55 veces más grande respecto a la de 1990, que produce ocho veces la cantidad de alimentos de final del siglo XX, usando solo el 5% de los recursos no renovables y con una contaminación solo un 15% superior.
Considerar el escenario IFI-IFO en condiciones de plausibilidad equivalentes respecto a los otros tres escenarios es una concesión al espíritu de nuestro tiempo. Este escenario es, por definición, termodinámicamente imposible y así lo reconocen los autores de Los Límites del Crecimiento. El planteamiento de una sustitución del capital natural por capital humano, capaz de invertir el problema ecológico gracia al “crecimiento de los límites”, es una entelequia basada en un grave error ontológico. Sin embargo, este es el escenario culturalmente hegemónico, el que asienta los supuestos básicos del funcionamiento de nuestras sociedades, y no puede ser obviado. Los imaginarios populares, pero también el mapamundi de las élites, participa de esta mitología cornucopiana. Su influjo se percibe en cada voto electoral, en cada interacción comercial cotidiana, pero también en las grandes decisiones en materia de inversión económica o seguridad nacional.
Dentro del mundo ecologista es común bromear –amargamente- sobre la barbarie intelectual de la economía convencional, que destaca especialmente por su papel de disciplina muy influyente en el puesto de mando de nuestras sociedades: “los economistas son peligrosos, porque siguen pensando que La Tierra es plana”. La caricatura, aunque exagerada, contiene un ápice de verdad que debe ser denunciado. En todas las facultades de económicas los alumnos aprenden hoy el modelo Hotelling, según el cual en un mercado libre los precios altos de un recurso estimulan la extracción de recursos de peor calidad. Combinando este modelo con la llamada Ley de Lasky, según la cual en la corteza terrestre aumenta la cantidad absoluta de minerales en paralelo a la disminución de su calidad, el resultado es un postulado que defiende algo parecido a la “creación de recursos” por el mercado. Analizada desde un punto de vista que no reproduzca un severo analfabetismo ecológico, la economía imperante se encuentra un paso atrás respecto a los fisiócratas, retornando a las creencias organicistas del siglo XVII, cuando se pensaba que los minerales “crecían” dentro de la tierra como las plantas crecían en la superficie.
La negativa social a aceptar que tenemos un problema estratégico de suministro energético, especialmente combustibles líquidos, tiene en estas perspectivas su coartada teórica: el cenit del petróleo convencional, acaecido en 2006, ha elevado los precios del crudo estimulando la explotación de petróleos no convencionales, lo que supuestamente nos ha otorgado varias décadas de nueva abundancia energética. El proceso de oscilación y crecimiento se repetirá una y otra vez, ampliando nuestra base energética hasta que la tecnología nos facilite un salto cualitativo hacia esas “fórmulas de energía demasiado barata para ser medida” con la que hoy fantasean los profetas de la singularidad tecnológica. Sin embargo, la energía no es libre, exige un pago (invertir energía para producirla). Y la relación entre inversión y energía neta está afectada por un proceso de rendimientos decrecientes inexorable. Por ello, una sociedad sensata no pensaría el fracking como un horizonte de riqueza ilusionante, sino como una prórroga corta, y obtenida a un altísimo coste.
A nivel lógico, la única opción verosímil para que el escenario IFI-IFO pudiera desplegarse es la colonización espacial. No por casualidad, en su momento Los límites del Crecimiento fue contestado por una serie de libros (por ejemplo, Los próximos 10.000 años de Adrian Berry) que defendían la reorganización del sistema solar para su explotación económica humana como la mejor solución a la confinación de nuestra especie en la finitud terrestre. Pero existe un desfase insalvable entre lo naturalizado que tenemos la odisea espacial como siguiente paso en el proceso evolutivo humano y su viabilidad técnica real. Las películas nos han acostumbrado a pensar que el cosmonauta es el hombre o la mujer del futuro. Sin embargo, medio siglo después de su nacimiento, el programa de conquista del espacio ha resultado profundamente decepcionante: un lustro de exploración lunar repentinamente abortado (el programa Apolo), algunas sondas exploratorias lanzadas al cosmos como botellas al mar y un laboratorio científico en órbita a solo 400 km de La Tierra (la Estación Espacial Internacional) parecen un resultado demasiado pobre si esperamos en diez o veinte años explotaciones mineras en las lunas de Júpiter o en un siglo la terraformación de Marte. La razón última de este fracaso es una inviabilidad económica que traduce una inviabilidad ecológica: salvar la gravedad terrestre y mantener vivos a seres humanos en condiciones tan radicalmente hostiles a la vida implica un derroche energético que solo puede ser asumido, y de modo testimonial, por sociedades energéticamente pletóricas. Como lo fue efímeramente la sociedad industrial de los años sesenta y como ya no lo seremos jamás. Por ello Lewis Mumford tuvo un ataque de lucidez visionario cuando, en medio del entusiasmo producido por el primer alunizaje en 1969, afirmó que el Apolo XI era más un punto final que un principio.
El escenario del cisne negro poscapitalista: la transición hacia una economía de estado estacionario
La noción de economía de estado estacionario es antigua. Stuart Mill la propuso en su momento como el ideal a alcanzar tras una expansión industrial llamada a ser transitoria. Herman Daly ha teorizado al respecto y la ha convertido en el programa oficial del ecologismo más consecuente: perdurar en un planeta finito implica un sistema económico que detenga el crecimiento en el consumo de recursos y sumideros, y se encamine hacia el reciclaje como el proceso económico basal, que cimiente todo lo demás. Existen sospechas de que, en última instancia, la economía de estado estacionario puede tratarse de un concepto límite: más una idea regulativa, en sentido kantiano, que un programa. Incluso el padre de la economía ecológica, Georgescu-Roegen, mostró sus dudas ante la posibilidad de estabilizar la economía en base a un plan ecológico por la misma razón que el patriarca de la escuela económica austriaca, Von Mises, asoció el estado estacionario al socialismo como utopía irrealizable: una economía en reproducción simple, sin altibajos y por tanto sin anticipación preventiva ante inseguridades, es una economía estática, perfectamente ordenada y planificada hasta un punto más propio de sociedades de insectos que de mujeres y hombres. Sin embargo, estas precisiones en el terreno conceptual no invalidad el hecho de que, en la práctica, los sistemas expansivos, como son las economías humanas ligadas a poblaciones crecientes, pueden alcanzar ritmos de crecimiento tan lentos que en la práctica funcionen en una suerte de estabilidad reproductiva, muy semejante a lo que sería un estado estacionario. De hecho, en el registro histórico y antropológico contamos con numerosas sociedades que han sido capaces de adoptar estos comportamientos respecto a sus límites, asemejándose por ejemplo a algunos ecosistemas maduros, como los bosques.
Los Límites del Crecimiento baraja distintos escenarios factibles de transición hacia sociedades industriales sostenibles (escenarios 10, 11 y 13 de la revisión de 1992). En todos ellos el prerrequisito es el mismo: ejercer controles que detengan el crecimiento exponencial, tanto de la población como de la producción industrial. Sin el fin del crecimiento, las mejoras puramente tecnológicas (ecoeficiencia) no impiden sufrir el colapso. Pero este es un escenario asociado, como ya se ha explicado, a una ventana de oportunidad estrecha. World 3 dio algunas pistas al respecto: si la estabilización de la población y la producción industrial se hubiese adoptado como objetivo político en los año setenta, con la primera edición del libro, y se hubiera complementado con tecnologías de conservación de recursos, incremento de los rendimientos agrícolas, reducción de contaminación y normativas proteccionistas ambiciosas, el resultado hubiera sido una sociedad industrial confortable, con una elevado nivel material de vida, un amplio margen de libertad individual y viable ecológicamente durante siglos. Aplicadas esas reformas 20 años más tarde, en los años noventa, el horizonte seguía siendo esperanzador, pero más angosto: la estabilización se conseguiría con un nivel de vida menor y un mayor grado de degradación ambiental (por tanto, con más disonancias potenciales entre comportamiento individual y colectivo, y mayor necesidad de regulación). Empezar las reformas en el año 2015 no situaría directamente en otro escenario, el aterrizaje de emergencia, que se analizará con posterioridad.
Hoy son muchos los científicos que nos sugieren que, a nivel técnico, las posibilidades para una transición hacia sociedades industriales sostenibles están ya puestas encima de la mesa. Por ejemplo a nivel energético. Un importante trabajo firmado por Antonio García Olivares y otros científicos del CSIC (García Olivares et al., 2012) ha calculado las posibilidades de una matriz mundial 100% renovable, en base a materiales no limitados, y ha llegado a las siguientes conclusiones: sería posible mantener en el futuro el consumo global de energía del año 2005, excepto para la industria petroquímica que debería retroceder a los niveles de producción de los años ochenta, con una matriz energética basada fundamentalmente en energía eólica y solar de concentración apoyada regionalmente en otras formas de renovables (fotovoltaica, hidroeléctrica, mareomotriz). El sistema productivo debería sufrir cambios enormes, como su completa electrificación, así como una reconversión agroecológica en el terreno agropecuario y una mutación radical del esquema de transporte: reducción significativa del parqué de automóvil privado, primando los vehículos terrestres motorizados para tareas socialmente necesarias; reconducción del transporte de mercancías hacia el ferrocarril y una nueva navegación a vela más eficiente; disminución drástica de la aviación comercial. Bajo estos parámetros, y en el marco de una economía de guerra de casi 40 años capaz de reordenar las prioridades de inversión, sería posible estabilizar nuestro consumo energético en un nivel tal que permita mantener, de modo sostenible, el tipo de sofisticación social y cultural que hoy hemos normalizado.
Las dificultades son mucho más complejas en el plano político. Olivares y su equipo no tienen dudas al respecto: la transición energética que proponen solo será viable en un escenario de economía sin crecimiento, que ellos no dudan en llamar poscapitalista. Aquí se usa el concepto de poscapitalismo de modo genérico, sin prefigurar en positivo ningún régimen de propiedad concreto ni ninguna forma de coordinación específica del trabajo social, solo negando las lógicas competitivas de acumulación de capital y búsqueda de beneficio privado a través de un mercado totalizado que atrapan a nuestras sociedades en un círculo vicioso de expansión sin fin.
Para comprender las implicaciones poscapitalistas de una economía de estado estacionario es importante entender, al menos en sus líneas generales, la imposibilidad de que exista crecimiento económico sin crecimiento metabólico; esto es, sin aumento del consumo de energía y materiales en una sociedad. El discurso predominante, a sabiendas de la imposibilidad de organizar un capitalismo sin crecimiento (en el que, y por hablar de un fenómeno de superficie, nunca podrían ser pagadas las deudas y mucho menos los intereses), fía la sostenibilidad del orden existente al desacoplamiento entre crecimiento del PIB y consumo de recursos, posibilitado gracias a la supuesta desmaterialización de nuestras sociedades de servicios. Pero la desmaterialización es una falacia que no resiste un análisis riguroso: nuestras economías son cada vez más demandantes en materia de energía y materiales (especialmente las nuevas tecnológicas de la comunicación). Y si algunas naciones parecen apuntar a un cierta desmaterialización relativa de sus metabolismos, la economía ecológica ha desvelado el truco: los números rojos ambientales de los países ricos se están cargando a los países periféricos mediante los procesos de deslocalización industrial (Naredo, 2006).
La obligación de romper con el paradigma capitalista, si queremos transitar hacia sociedades industriales sostenibles, viene impuesta por otro imperativo estructural, relacionado con la modificación radical de la arquitectura de poder global. El plan de transición energético esbozado por Olivares y su equipo tiene, entre los presupuestos contemplados, un nivel de cooperación internacional históricamente inédito, pues sería necesario colocar las infraestructuras de captación de energía renovable en los enclaves geográficos más idóneos del mundo (desiertos intertropicales, costas ventosas en latitudes altas) e interconectarlas. Algo parecido podemos pensar de las necesidades que impone la lucha contra el cambio climático. Es decir, la sostenibilidad exige un tipo de “realpolitik cosmopolita”, en palabras de Beck. Un nivel de acción concertada global, que es incompatible con un sistema mundo configurado por Estados empujados a la competencia por la fuerza centrífuga de sus respectivas economías nacionales capitalistas.
Por ello, el escenario de la transición a una economía de estado estacionario, en tanto que solo puede venir ligado a una transición económica poscapitalista que no puede ser local, sino que tiene que afrontar la reforma general del sistema político internacional y tener poder para ello, se antoja una suerte de cisne negro: un suceso extremadamente improbable, que rompería con todas las inercias en marcha y desequilibraría las correlaciones de fuerza bien asentadas que hoy encauzan el curso de la historia. El escaso margen de maniobra temporal con el que contamos para que se desencadenen los acontecimientos que convertirían esta opción en viable refuerza su carácter de hipótesis milagrosa. No obstante, algunos autores más optimistas defienden que este camino ya está siendo recorrido “con pies de paloma” que diría Nietzsche. El sociólogo ambiental Mario Gaviria, por ejemplo, considera que el estancamiento económico en el que se ha empantanado el proyecto europeo genera las condiciones idóneas para un poscapitalismo del siglo XXI “no dicho”, no explicitado, pero que funciona en la práctica como tal. Y que en este contexto, una apuesta decidida por la transición energética renovable, que en el caso español pasaría por una alianza hispano-germana liderando la UE, puede dar a luz a un auténtico “paraíso estancado”, pacífico, festivo y sostenible, donde sea posible una buena vida más austera (Gaviria y Perea, 2014).
El escenario de sobrepasamiento y oscilación: preparando un aterrizaje de emergencia
En Los Límites del Crecimiento, la aplicación demasiado tardía de medidas restrictivas fuertes respecto a la expansión de la población y la producción industrial nos lleva a un escenario sistémico de extralimitación seguido por una fuerte caída que puede ser más o menos revertida hacia el último cuarto del siglo XXI. Este es un tipo de comportamiento que se corresponde al modelo genérico sobrepasamiento y oscilación. Podríamos llamar también a este escenario colapso ordenado. Recordemos que para el World 3, 2015 era ya una fecha demasiado tardía, que aseguraba un siglo XXI de turbulencias desgarradoras antes de una estabilización pobre en comparación con el nivel de vida del siglo XX.
Walter Benjamin se preguntó ya en los años treinta, y con una capacidad de anticipación brillante que rompía con la religiosidad prometeica del marxismo, si la revolución social no debía consistir en tirar del freno de emergencia del progreso. Casi un siglo más tarde la pregunta sigue siento extremadamente pertinente, pero con una salvedad: a diferencia de una sociedad industrial en los albores del fordismo, habitando un planeta que en un sentido ecológico era casi un territorio virgen, y que podía ser comparada con un ferrocarril, nuestras sociedades gobernadas por la tecnociencia y habitando un planeta lleno, son aviones a reacción. Aun abriendo un paracaídas, el golpe metabólico se anuncia muy duro en términos de sufrimiento humano socialmente inducido: por ejemplo, es casi imposible que a estas alturas no tengamos que gestionar, a mediados de siglo, la presión social y geopolítica ejercida por cientos de millones de refugiados climáticos.
La parte mejor informada del ecologismo mundial lleva años trabajando en pos de organizar el aterrizaje de emergencia de nuestras sociedades dentro de los límites del planeta. Movimientos como el decrecimiento o las ciudades en transición han hecho del descenso creativo su hoja de ruta, promoviendo no solo la reforma de nuestro modelo productivo en pos de la relocalización económica, la descarbonización energética o la moratoria de algunas tecnologías devastadoras, sino también cambios profundos en nuestros imaginarios colectivos y nuestros patrones de subjetividad, fomentando un proceso de nuevo ascetismo ecologista, basado en la experimentación de formas de riqueza alternativas a las ofrecidas por la sociedad de consumo. Muchos de estas iniciativas ya han configurado interesantes embriones de instituciones y comportamientos colectivos más sostenibles. Son mutaciones moleculares, capaces de desprenderse de algunas de las pautas más autodestructivas del modo de vida moderno y mostrarse socialmente viables y vitalmente atractivas, que anticipan futuros esperanzadores. Pero todavía se trata de un movimiento numéricamente muy marginal. En la medida en que este programa de transformación ecosocial logre, en los próximos años, convertirse en un movimiento cultural y político de mayorías, podrá decantar nuestra encrucijada histórica hacia el aterrizaje de emergencia. Del mismo modo que su fracaso será una señal fuerte de nuestra aproximación al colapso.
Conclusiones: el supuesto más realista
En relación a la crisis socioecológica que hoy amenaza las bases del esquema civilizatorio imperante, nuestra situación es la de una carrera, con un límite temporal, en la que las agujas del reloj fueran cada vez más rápido. Y es que la propia naturaleza de los procesos de crecimiento exponencial acorta los plazos para la acción efectiva. Por ello, haber llegado al año 2016 sin estar inmersos en una profunda transición socioeconómica hacia la sostenibilidad nos sitúa, casi con toda probabilidad, en algún punto entre el colapso y el escenario de aterrizaje de emergencia, con mayores probabilidades para el primer desenlace que para el segundo.
En el año 2006, y según los propios informes de la AIE (2010), la extracción de petróleo convencional, aquel que ha cimentado el crecimiento del mundo industrial desde el fordismo hasta el presente, llegó a su tope histórico de producción. Desde entonces, la sed de petróleo del mundo se está supliendo gracias al aporte de petróleos no convencionales de corto recorrido temporal combinado con una reducción de la demanda provocada por las olas recesivas de una economía mundial noqueada. Los últimos informes del IPCC dibujan un escenario para finales del siglo XXI donde la subida de la temperatura global se sitúa en torno a los 4º con un 90% de posibilidades (Hansen et al. 2013). Sin un sistema internacional de racionamiento de cereales, esto implicará un aumento espectacular de las hambrunas por la pérdida de productividad agrícola en las latitudes bajas. Curiosamente, este tipo de noticias cada vez más abundantes y más sólidamente fundamentadas, que estarían destinadas a provocar conmociones en sociedades maduras y sensatas, son percibidas como parte de una suerte de atrezo de época irrelevante, y no como señales de alarma inequívocas de que la obra colectiva de la modernidad puede acabar en tragedia. El indicador definitivo de nuestra incapacidad para pensar en nuestro tiempo y lo que está en juego es que en España en 2016 ningún partido político puede mirar de frente a la crisis socioecológica sin arriesgarse a convertirse en una fuerza electoral residual.
Las condiciones técnicas para una transición a una economía de estado estacionario de signo poscapitalista, que lograra mantener los altos niveles de confort y sofisticación social que hemos naturalizado el último medio siglo y a la vez ser ecológicamente sostenible, están todavía presentes. Pero aprovecharlas exige algo parecido a un milagro político. Guy Debord dijo ya en los años setenta que los frutos de la economía política estaban maduros, pero que al no haberlos cosechado habían comenzado a pudrirse. Se refería a que ya en aquel entonces existían fuerzas productivas con un potencial tan enorme como para situar al conjunto de la humanidad en una coyuntura existencial materialmente dulce. Pero solo la ruptura con un sistema que había convertido el ello económico en un superyó totalitario, que obligaba a la sociedad al crecimiento perpetuo, podría evitar que estas fuerzas productivas se volvieran destructivas. Su apreciación no solo no ha sido desmentida por los hechos, sino que tras cuatro décadas perdidas se reafirma en toda su crudeza: a principios de siglo XXI, el eslogan “revolución o muerte” sigue siendo la expresión lírica de la verdad científica más aplastante de nuestro tiempo. Aunque en este caso revolución ya no se refiera tanto al asalto al cielo del poder político como a un giro radical de toda la orientación de nuestros sistemas sociales, que desborda con mucho el ámbito de acción de los gobiernos, y por el que hoy claman, en calidad de expertos, hasta algunos climatólogos ideológicamente situados en posiciones conservadoras.
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