Es una lástima que “ecologistas” y “socialistas” no estemos todavía
convergiendo en un discurso único y mucho más detallado sobre las
soluciones económicas que proponemos.
Ni el socialismo puede ignorar los serios estudios físicos, ingenieriles y geológicos que se presentan desde los círculos ecologistas, ni podemos avanzar sin un discurso político elaborado, como el que posee el socialismo.
Socialismo y ecologismo deberían ser las dos patas con las que caminemos para conseguir una sociedad justa y además acorde con los límites del planeta.
Ni el socialismo puede ignorar los serios estudios físicos, ingenieriles y geológicos que se presentan desde los círculos ecologistas, ni podemos avanzar sin un discurso político elaborado, como el que posee el socialismo.
Socialismo y ecologismo deberían ser las dos patas con las que caminemos para conseguir una sociedad justa y además acorde con los límites del planeta.
En los últimos meses se ha generando un cierto
debate entre economistas críticos y personas afines a las tesis del
decrecimiento, que recientemente se ha visto reavivado con la
publicación del Manifiesto Última Llamada. Este diálogo entre las
posiciones “socialistas” -con su objetivo de justicia social-, y las
“ecologistas” -con su preocupación por los límites del planeta- es, sin
duda, uno de los retos intelectuales más necesarios en este principio de
siglo. Sin embargo, da la impresión de que se está llegando a un
callejón sin salida, puesto que las posiciones se vuelven cada vez más
enconadas sin que se avance ni se aporten reflexiones valiosas.
Tengo la sensación de que en este debate buena parte de las discusiones son semánticas, pues cuando unos y otros hablan de energía, crecimiento o modelo productivo,
no parece que entiendan siquiera las mismas cosas. Creo que sería muy
positivo que hiciéramos un esfuerzo por dejar de lado los términos
generales y bajar a debatir aspectos concretos y, sobre todo, dar
ejemplos específicos que nos permitan avanzar en el análisis de la
realidad y las salidas a la crisis ecológico-económica.
Por ejemplo, ante la crisis energética que vivimos se habla de crecer
económicamente a base de sustituir actividades intensivas en el uso de
la energía por otras, lo cual es, obviamente, muy interesante. Sin
embargo, esto que es obvio como generalidad, se vuelve una cuestión
mucho más relativa cuando descendemos a los casos concretos.
Tomemos, por ejemplo, el caso del sector del automóvil. Actualmente el
4% del PIB español se está destinando a pagar las importaciones de
petróleo. Para evitar esta sangría (que no tiene visos de mejorar debido
al fenómeno del pico del petróleo) podemos pensar en varias opciones.
Podemos seguir con el modelo actual. Esto nos llevaría a que los
ciudadanos destinasen cada vez un porcentaje mayor de su sueldo a
comprar gasolina, con lo cual el consumo de otros bienes se detraería.
También se venderían menos vehículos y es probable que disminuyeran los
puestos de trabajo en la industria del automóvil. Muchas personas se
verían marginadas al no poder tener un coche, ni tampoco otras
alternativas.
Podemos, también, intentar la
sustitución tecnológica, apostando por el vehículo eléctrico. Esto
beneficiaría a la industria del automóvil y aumentaría la demanda de
energía eléctrica, que podría ser renovable. Desgraciadamente los datos
nos están diciendo que los vehículos eléctricos actualmente tienen
prestaciones muy inferiores (15 veces menos acumulación de energía, lo
que se traduce en mucha menor autonomía y mala relación
prestaciones/precio). Quizá dentro de unas décadas se descubra algo
mejor pero, de momento, no tenemos esa opción y es inútil engañarse con
fantasías. ¿Qué hacemos? ¿Subvencionamos los vehículos eléctricos a base
de recortar en otras partidas como el transporte público? ¿Hacemos que
los trabajadores empobrecidos paguen impuestos para los coches
eléctricos de los más pudientes? Ya hemos subvencionado cada vehículo
eléctrico con 5.500 euros y siguen sin venderse masivamente. Esta opción
de cambiar un vehículo por otro y seguir creciendo puede parecer muy
atractiva, pero los datos tecnológicos nos muestran que es una vía
muerta.
Tenemos otra opción, y es la que defendería
el movimiento por el decrecimiento. Podemos cambiar el modelo de
movilidad penalizando la compra de vehículos y fomentando el uso de la
bicicleta. Esto permitiría que los ciudadanos tuvieran una forma de
moverse barata y eficaz, especialmente atractiva para los menos
pudientes, pero no hay que olvidar que se perderían puestos de trabajo
en el sector del automóvil (más que en la primera opción). Por otra
parte el dinero no destinado a gasolina se podría emplear en otros
consumos que generarían otro tipo de puestos de trabajo.
¿Qué solución es mejor? Ninguna de ellas es buena y solamente podemos
escoger la menos mala. Para ello tenemos que echar mano de los datos que
nos permitan saber dónde están los límites tecnológicos y cuántos
empleos se pierden en cada caso, y después discutir nuestras prioridades
éticas.
Estos debates sobre aspectos concretos son
los que deberíamos estar formulando ya. Deberíamos empezar a pensar qué
hacemos con la industria del automóvil, la agricultura, la construcción,
o el turismo, a la luz de la crisis energética. Además, es
imprescindible que la discusión se mueva dentro del conocimiento de la
realidad tecnológica, porque el hecho de que los recursos naturales y la
energía física son finitos no es cuestionable; y el estado de la
tecnología y sus posibilidades a corto plazo tampoco es discutible: es
lo que hay. Es importante bajar a estos sectores concretos porque sólo
así podemos ver si las restricciones energéticas y la falta de
sustitución tecnológica van a hacer que los consumidores dejen de
comprar coches, viviendas, viajes o clases de inglés,…o no.
En este sentido trabajos como los que Alfonso Sanz, Pilar Vega y Miguel Mateos acaban de presentar sobre las cuentas ecológicas del transporte en España
son vitales, porque nos permiten poner sobre la mesa los números de las
variables físicas de un sector, que, además va a ser especialmente
castigado por la crisis energética en esta misma década, como ponen de
manifiesto nuestros estudios.
Cada vez estoy más convencida de que los economistas ecológicos tienen
razón cuando argumentan que tenemos que volver a medir la economía en
términos de variables físicas como la energía, los puestos de trabajo,
los kilos de minerales o los servicios prestados. Medir las cosas en
unidades monetarias nos distrae y nos puede llevar a engaños. Ahora
mismo, por ejemplo, el consumo de petróleo en España es un 23% menor que
en 2007 y, sin embargo, el PIB español apenas ha caído, luego estamos
generando el mismo PIB con menos energía. ¿Se debe a que tenemos una
sociedad más capaz de generar actividad económica, empleo y bienestar
con menos energía? No, en absoluto. Lo que estamos haciendo es cultivar
la desigualdad: algunos siguen aumentando sus beneficios monetarios,
pero muchos ciudadanos dejan de consumir porque no tienen ni siquiera lo
necesario para calentar su casa. No es esa, desde luego, la eficiencia
energética que queremos ni lo que defienden los partidarios del
“decrecimiento”.
Es una lástima que “ecologistas” y
“socialistas” no estemos todavía convergiendo en un discurso único y
mucho más detallado sobre las soluciones económicas que proponemos.
Porque, si bien es interesante desarrollar experiencias colectivas que
permitan vivir mejor con menos, como las que proponen los partidarios
del decrecimiento, no es menos cierto que también hay que cambiar las
relaciones de poder para que estos experimentos puedan convertirse en
alternativas a gran escala.
Ni el socialismo puede
ignorar los serios estudios físicos, ingenieriles y geológicos que se
presentan desde los círculos ecologistas, ni podemos avanzar sin un
discurso político elaborado, como el que posee el socialismo. Socialismo
y ecologismo deberían ser las dos patas con las que caminemos para
conseguir una sociedad justa y además acorde con los límites del
planeta. Cualquier alternativa que sólo contemple uno de estos objetivos
es ingenua y también indeseable.
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